lunes, 19 de agosto de 2013

John Houseman en The Paper Chase (1973)

2 de Abril de 1974: Houseman recibiendo el Oscar de manos de la hermosa Cybill Shepherd

Allá por los primeros ochentas, las televisiones latinoamericanas transmitían una serie llamada, en Perú, Alma Mater, cuyo episodio piloto no oficial sería este filme --así como Fame (1980), la gran película de Alan Parker estelarizada por el inolvidable Barry Miller, lo fue de la multigalardonada y popular teleserie homónima. Ambientada en los dorms de Harvard y sus bibliotecas y círculos de estudio --más precisamente, su Facultad de Derecho--, el guionista y director James Bridges (también responsable de, por ejemplo, aquella delirante e igualmente memorable oda a Jimmy Dean titulada September 30, 1955) se beneficia del superficial e inmediato atractivo que sobre el público gozan los claustros universitarios debido al fenómeno aún tan reciente de Love Story (1970), para, sin embargo, sumergir al espectador en una experiencia cuya distancia académica o frialdad estilística la acerca en teoría más a una idiosincrasia británica, distancia que será cubierta progresivamente hasta culminar en un satisfactorio, y sorpresivamente emocionante, clímax siempre en el tono aparentemente quedo e intelectual del conjunto. La en realidad elegante y juvenil película destaca, entre otros motivos, por sus finas actuaciones: más aun que las del pseudo-hippy all-american boy hero de Timothy Bottoms y la bella y enigmática Lindsay Wagner, se impone el Profesor Kingsfield, compuesto por el legendario John Houseman (productor de Citizen Kane, y ganador del Oscar al Mejor Actor de Reparto por este rol, que prolongaría en las cuatro temporadas de la premiada teleserie), como un pequeño triunfo del sentido del humor (por minimalista que éste sea) sobre las adversidades de la discreción.

martes, 6 de agosto de 2013

Mario Adorf en La mala ordina (1972)

“Luca Canali": notable tour de force

El estupendo filme criminal del maestro del género Fernando Di Leo se mantiene justamente como uno de los más clásicos e influyentes neo-noirs, con un impacto indiscutible en la obra de cineastas de la posmodernidad tan universales como Quentin Tarantino: no hay más que iniciar el metraje para conocer inmediatamente a los dos matones (Woody Strode y Henry Silva) ad portas de un viaje a Italia que el espectador verá reflejado en su propia experiencia adentro de una narrativa irresistible. Como el insólito protagonista de esta visceral jornada ejecutada con brío sostenido y vibrantes brochazos de acción y suspenso, un Mario Adorf (el Luca Canali, insignificante y bravucón proxeneta milanés, que es a la vez objetivo de los gangsters y víctima de una confabulación de ribetes finalmente casi cósmicos) de pronto vulnerable y progresivamente transparente a las más personales emociones de la audiencia, para la cual se convierte en el centro humano de un vórtice sorpresivamente kafkiano, realiza (probablemente) la mayor labor dramática --trágica-- de su carrera histriónica, y sin por ello traicionar un ápice su vulgar, cómica, matizada, terrestre persona estelar: un estilo usualmente más bien antagónico, que, así aprovechado por un Di Leo próximo a Leone, paga y con creces, como el de su compañero Gastone Moschin en la igualmente brillante (aunque acaso menos admirablemente sencilla, fluida e indignante) Milano calibro 9, estrenada a inicios del mismo año. No se lo pierdan.