lunes, 26 de abril de 2010

Anthony Quinn


Al igual que otros nombres dorados suscritos por el Actors Studio (Jimmy Dean, Marlon Brando, Paul Newman), este legendario, versátil actor --probablemente la mejor exportación latina a Hollywood-- desarrolló un personaje cinematográfico de inaudita profundidad psicológica que echaba raíces en sus años formativos, un hombre-niño que podía mover su recio continente en ámbitos tan diversos como los cuadriláteros boxísticos y los caminos polvorientos de la marginada Italia de posguerra. Hijo de cofrades villistas, Quinn deseaba ser arquitecto, y sus dotes le dieron la oportunidad de estudiar con Frank Lloyd Wright, quien sería uno de sus varios padres adoptivos. Sin embargo, su destino pronto lo condujo a las clases de actuación y a las películas, siendo su debut un corto papel al lado de Gary Cooper. Se sucederían un tropel de clichés exóticos, siempre en roles secundarios, hasta que el actor decidiese poner otro rumbo a su incipiente carrera.

 

Tony Quinn, luego, ingresó al exclusivo Actors Studio de New York, donde halló un maestro en Gadge Kazan y un rival amistoso en Brando. Fue tal la capacidad que demostró en las sesiones, que Kazan le dio el protagonismo de Un tranvía llamado Deseo, el drama de Tennessee Williams que él mismo dirigía y con el cual su pupilo Marlon había transformado el arte escénico americano. Ambos intérpretes aparecieron por única vez juntos en el filme Viva Zapata! (1952); como el hermano del líder revolucionario, la expansiva naturaleza de Quinn contrasta con el carácter taciturno de Brando.



Después de su Oscar por este rol, ganaría la estatuilla sólo una vez más, también como actor de reparto. Sed de vivir (Lust for Life,1956) era una biografía de Vincent Van Gogh realizada con exquisita sensibilidad artística, en la cual Quinn se encargó del retrato de Paul Gauguin, figura clave en la tortuosa existencia del holandés. Sin exudar en ningún momento ambigüedad sexual, su concisa intervención da la réplica apropiada al Van Gogh de Kirk Douglas, haciendo creíble la posible relación homoerótica velada tras las delicadas imágenes.

La strada (1954) significó el lanzamiento de Tony Quinn a la esfera de los cultos internacionales. Esta bella alegoría sobre el amor imposible contiene tanta verdad. Cuando el más noble de los sentimientos irrumpe con fuerza en su vida, el strongman Zampanó se intimida, niega la realidad. Hiere al único ser que le importa. El alter-ego felliniano, mezcla de gimnasta circense y cómico de la legua, es gracias al intérprete uno de los seres más conmovedores de la historia del cine.


Más tarde vendrían Lawrence de Arabia y, por supuesto, Zorba el griego, aunque sus brillos pueden ser advertidos también en producciones menos conocidas. Tal es el caso de Requiem for a Heavyweight (1962), versión para la gran pantalla del clásico teatro televisivo de Rod Serling. En esta película de indudable calidad, Quinn forma una insuperable pareja romántica con la sensacional Julie Harris. Los ecos innegables de Nido de ratas no oscurecen las cualidades de Requiem, entre las que se encuentra la creación que el protagonista hace de Montaña Rivera, primo hermano de Terry Malloy. El rostro desfigurado del boxeador le exige una expresividad más esforzada que en Lawrence o Sed de vivir, trayendo a la memoria más bien un reto como el que encaró Boris Karloff en las películas basadas en la principal obra de Mary Shelley. El resultado es un personaje excelso, que no sólo guarda parentesco con Brando sino que también comparte el espíritu del Cyrano de Rostand y de la Bestia de Cocteau.


sábado, 10 de abril de 2010

De tripas corazón


En 1953, el sorprendente Ernest Borgnine era uno de los villanos más odiados de la historia de las películas. Su papel en De aquí a la eternidad fue la culminación de una galería de fortachones zafios que el actor llenaba rotundamente, aunque de un modo decididamente anónimo --el perfecto ejemplo de la situación tipo "mira, otra vez este actor que es muy bueno haciendo este mismo tipo de personajes; su figura es inconfundible; su nombre, quién lo sabe."

En 1955, la productora de Burt Lancaster ayudó a cambiar dicha situación con el estreno de Marty. El talento de Borgnine brilló entonces singularmente, dejando constancia de la amplitud de su rango, y la contundencia con que podía efectuar su propia "redención", como antes de él Cagney o Bogart.


Escrita originalmente para la televisión por Paddy Chayevsky, Marty es algo realmente único: un superlativo fragmento de cotidianeidad que, después de tantos años, todavía retiene su encanto y puede tocar la fibra íntima del espectador gracias a la honestidad y sencillez con que observa una historia de amor en apariencia demasiado mínima para el cine. Además de Borgnine, su contraparte femenina, Betsy Blair, es ideal como la chica que todos ven poco agraciada excepto Marty y los espectadores. Y no sólo hay melodrama, sino también un logrado tono humorístico en determinadas escenas que es muy bienvenido. Así pues, Marty era una cinta que a mediados de los años cincuenta aspiraba a reflejar cierta realidad, y que consiguió algo mejor: reivindicar aquellos valores que siempre están fuera de moda o en manos de los fariseos de turno. Ésta es la razón por la cual Ernest Borgnine merece a su vez una reivindicación.