viernes, 31 de diciembre de 2010

Ethan Hawke y Denzel Washington en Training Day (2001)


Liberarse de su persona cinematográfica a los ojos de muchos espectadores, que lo seguían como a un nuevo Sidney Poitier, para encarnar a un villano tan incómodo, requirió de Washington una efectividad más que profesional. Alonzo Harris termina hecho un despojo agujereado sin pausa por la munición de sus enemigos, gente ni un tanto peor que él mismo. Harris había sido un apóstol del pragmatismo policial en unas calles siempre malas, peligrosas y confusas --malas, peligrosas y confusas debido a él mismo, más que a los criminales que eliminaba. El día que empieza y que abre la película, Harris tiene que predicar lo que hace, y su discípulo y eventual víctima es un novato llamado Jake Hoyt. El experimentado policía lo conduce por sus caminos habituales: el abuso, el robo, el asesinato. Hoyt (un admirable Hawke) se revela como un némesis de Harris, un Serpico redivivo. El muchacho sobrevive una jornada infernal de 24 horas, mientras el sistema que el malogrado Harris representaba continúa sin él. La incontestable eficiencia de este instrumento de la corrupción es recompensada con la misma sangre fría al terminar con su vida.

El retrato de Harris es carismático y denso, sin concesiones superficialistas. Antoine Fuqua dirige con engañosa, equívoca ligereza, estilo que Washington lleva a la perfección. Su interpretación es una acumulación de gestos tensos y sonrisas vulgares que logran su cometido: la erosión, la profundidad. No hay mucho espacio o tiempo para la diversión; a diferencia de un Travolta --brillante en lo suyo--, Washington está aun más interesado en lo que informa la personalidad del villano. Lo que justifica su constante justificarse, su discurso perennemente autoindulgente, su (como todas) imperfecta humanidad.

Harris oculta una bomba de tiempo bajo la piel, y uno casi puede verla. El peligro que acecha a Hoyt se convierte en la ficción de una amenaza para el espectador. Hawke comparte con Washington esta responsabilidad histriónica. Así como progresa nuestra percepción del veterano, cuando observamos al novato arrastrado hacia una tina de baño donde seguramente va a morir, Hawke ya tiene a la audiencia en sus manos. Brando diría que Hoyt es un rol (y la suya una historia) a prueba de actores. La verdad es que Hawke protagoniza momentos tan excelentes como los de su colega. Su emoción verosímil recuerda a Hoffman en Marathon Man o al ya mencionado Frank Serpico de Pacino. No hay más que ver las escenas en que Hoyt se niega a tomar el dinero del narcotraficante (Scott Glenn) y, luego, matarlo. El actor de Dead Poets Society y Alive posee en esos instantes quizá las mejores credenciales de toda su carrera.    

sábado, 27 de noviembre de 2010

Brando en Sayonara (1957)


Una de las raras características de esas personalidades tan raras que son los genios, es su tendencia a ser incomprendidos. A continuación, unas líneas que tracé años atrás cuando vi la fina cinta dirigida por Joshua Logan, que luce a un Brando excelente, por primera vez:


Brando en Sayonara. Veamos: una película sobre oficiales de la Fuerza Aérea Norteamericana en el Japón posterior a las dos bombas atómicas (no tan inmediato tampoco, sino cuando terminaba la Guerra de Corea, o sea que las cosas no estaban tan feas ya, de algún modo) no suena mal. Claro que tampoco sugiere la gran cosa. Pero, esperen; todavía no hemos hablado sobre qué va la peli en realidad. Aquí no veremos algo como La batalla de Inglaterra ni nada parecido. El argumento se concentra en cierto cambio que experimenta la rutina del Mayor Gruber, considerado un héroe en la institución: contrario a los planes que tiene un decidido hombre de su regimiento de casarse con su novia japonesa, termina enamorándose de una belleza y a las puertas del matrimonio, cuando lo vemos por última vez y reaparece el logo de la Warner. No tenemos que decir que aquella unión y ésta y todas las de su tipo son mal vistas, censuradas por las fuerzas militares. Y las consecuencias pueden ser desgraciadas, funestas. Estamos, pues, frente a un melodrama con un escenario y un marco histórico que le proporcionan sus tensiones. Interesante. Además, está el asunto de la sociedad y el individuo, la individualidad y su lucha dolorosa por ser. Importante punto a favor. 

Pero no podemos engañarnos. Evidentemente ésta es una mediocridad en la filmografía de Brando. Éste se encuentra perdido en el rol de alguien que es convencional, simple y ordinario. Totalmente el opuesto del actor.


Por supuesto, quien estaba perdido era yo.


A la vuelta de la misma hoja de cuaderno aún reitero:


Brando en Sayonara. Creo que es el que menos me ha impactado. El Brando más aburrido. Más que El americano feo. Incluso el menos agraciado. En películas como Superman o Don Juan de Marco exhibe un carisma y una presencia física que no se encuentran para nada en Sayonara. Además (sobre todo), el genio duerme mientras su insulso personaje habla, discute y se enamora. El argumento melodramático de la película tiene sus alcances, pero pudo haber sido más, mucho más si el gran Marlon no se hubiese sentido fuera de lugar. Y es que este personaje es para un actor convencional/cualquier otro actor.

Resumen: Una muy mala actuación de Brando. [Decepcionante] No sé cómo pudieron pagarle. Una película que se queda en sus pretensiones aparentemente buenas.


En resumen, hay filmes que merecen más de una oportunidad, y el que sale ganando es el espectador.

martes, 2 de noviembre de 2010

María Félix: otra mirada


En Maclovia (1948), la protagonista se ve impedida de siquiera mirar a su pretendiente, porque éste es pobrísimo. Aunque, a la larga, sin que su posesivo padre interviniese, no podría casarse con nadie: Maclovia es como un lingote de oro, o un diamante, en aquella isla azotada por la miseria física y espiritual. Una mujer cualquiera (1949) es, en realidad, una mujer diferente, quien a causa de un tinglado caprichoso del destino --el cual dispone de ella y un gangster en igual sitio y hora-- parece culpable de un homicidio que la marca para siempre. Río Escondido (1947) es el nombre del pueblo al que llega una maestra comprometida a muerte con su misión: sacar del analfabetismo y la sumisión a los fantasmas que lo habitan.

Ya en la segunda película de la Doña, María Eugenia (1943), queda inaugurada la galería de heroínas que guiará (o librará a su suerte) hacia la consumación de un cierto fatum, tan inevitable como interminable, a todas luces provocado por su esplendor femenino --y los sentimientos que sabe despertar a su alrededor. En otras palabras, su belleza es su perdición. El militar que hace y deshace a su antojo en el infernal Río Escondido queda prendado de la maestra flamante y, naturalmente, pretende pasar al retiro a su hasta ahora habitual querida, habitante de una casa que allí semeja un espejismo. Finalmente, la maestra, más allá de la indignación y a punto de ser ultrajada, mata al villano. Maclovia enciende la pasión de un oficial prepotente y racista. Con tal de poseerla, no le importa desertar, y mucho menos encarcelar por años al hombre que ella quiere bajo los cargos más absurdos, ejerciendo de juez y jurado en el proceso más sumario que pueda imaginarse. Luego, la convence de que huya con él, si desea la libertad de aquél. Maclovia accede y, según las convenciones bárbaras de la comunidad, es lapidada.

Maclovia permanece como un paradigma. Es una de las apariciones más memorables de María Félix, gracias en parte a la cámara de Gabriel Figueroa, quien junto con el director Emilio Fernández crea un relato rarísimo en su intensidad lírica. Y el gran villano del cine clásico mexicano Carlos López Moctezuma compone uno de sus mejores roles, el despreciable soldado que pierde la cabeza ante la asombrosa beldad indígena. Maclovia no tiene que morir para ser un personaje trágico.

La de Río Escondido es una interpretación tan lograda, que permite notar las posibilidades dramáticas desaprovechadas en nombre del glamour antes y después. En ella se aprecia la verdadera capacidad de la actriz, las alturas que podía alcanzar. Su escena en el palacio de gobierno, por mencionar sólo un momento, bastaría como prueba.

La maldición de la Doña se extiende a sus filmes, digamos, menos serios. Enamorada (1946), su primera y más conocida colaboración con el Indio Fernández, cuenta el amor que engendra en un oficial de la revolución la hija de uno de los terratenientes que ha de ejecutar. Esta vez, sin embargo, el obseso no es el venenoso sujeto que Moctezuma solía encarnar, sino alguien más presentable, y por eso luce el rostro de Pedro Armendáriz. Y lo más importante, la diva tiene un papel que no le exige un mayor esfuerzo de caracterización. Nos encontramos con una María Félix sin la debilidad de Maclovia, incluso sin una entera feminidad. Enamorada es menos seria porque transfigura, aun por anticipado, los episodios de asedio que sufre la actriz a través de una visión de su persona absolutamente más positiva.

martes, 12 de octubre de 2010

Leonardo DiCaprio (en This Boy's Life)


Probablemente su segunda mejor actuación pre-Titanic --por supuesto, después de la que es quizá todavía la mejor de su carrera: What's Eating Gilbert Grape (estrenada meses después el mismo 1993)--, This Boy's Life relata una historia de aquéllas cuya sustancia convierte inmediatamente su accesibilidad en un lujo. Dirigida con tacto por Michael Caton-Jones, trata de la desgraciada vida que una mujer (Ellen Barkin) y su hijo (DiCaprio) hallan luego de contraer matrimonio ella con un sujeto muy real, encarnado por Robert De Niro. Ambos son dos espíritus libres con aspiraciones y sueños que chocan inevitablemente contra el muro del día a día, una experiencia ardua, mezquina, frustrante; dos seres humanos cuya mala suerte se agravaría. Estos hechos, como el filme señala, sucedieron en la "vida real", circunstancia que tal vez permite un interés adicional.


DiCaprio está magnífico en This Boy's Life. Se enfrenta a De Niro con una pasmosa naturalidad. Su interpretación de Toby Wolff fue, sin duda, su primer rol con entidad y a la vez su primer éxito cinematográfico al mostrarse como un actor de calidad. Y, no sobra decir, el conocimiento que no se practica o las consideraciones estéticas superficiales no tienen nada que ver con la importancia de una película como ésta.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Apoteosis de Brando


En los años que siguieron inmediatamente a A Streetcar Named Desire, el más grande actor de la historia continuó su colaboración con Kazan --Viva Zapata! (1952)--, e incluso hizo algo que todos esperaban que hiciera: un papel shakespeareano, aunque no fue precisamente aquel Hamlet anhelado, sino el Mark Antony de Julius Caesar (1953). De todas maneras, y pese a bordar personajes de tal calibre, Brando era aún identificado como el bruto Stanley. Muchos críticos vieron a Emiliano Zapata más o menos como al antagonista de Tennessee Williams disfrazado de líder mexicano. Ante el inminente estreno de Caesar, más que abundaban las chanzas en torno a un Brando en toga recitando académicamente; durante el famoso monólogo sobre el caído dictador, sus vestiduras ya rasgadas tendrían que preceder a un más famoso exabrupto: "Steeeellaaa-a-a-a!!!".

Tuvo que ser otra obra (maestra) de su descubridor y mentor la que permitiera al intérprete despojarse del ambiguo estigma de Streetcar en cuanto prematuro encasillamiento en tan glorioso cliché. Aún fresca su creación de otro icono perdurable, el motorista marginal de The Wild One (1953), no fue hasta On the Waterfront (1954) que se dejó de hablar de Kowalski como de su logro insuperado. El protagonista era Terry Malloy, un ex-boxeador que trabajaba de estibador y ocasional matón para la mafia que controlaba los muelles de New York. Pese a que a Brando se le ofrecía nuevamente el rol de un tipo duro, las diferencias eran extraordinarias: Malloy se situaba sorprendentemente en los antípodas de Stanley.

Sí, era la versión inconsciente y masculina de Blanche*. El guionista Budd Schulberg había elaborado junto a Kazan una interesante transposición de personajes: Karl Malden, quien no había aparecido en Zapata, efectuaba una redención total de su oscarizado Harold 'Mitch' Mitchell en el beatífico pero streetwise Padre Barry; otro discípulo de Kazan, Rod Steiger, en el papel de Charley 'the Gent', hermano mayor de Terry, dividido entre la lealtad debida a éste y la que profesa por Johnny Friendly, el jefe interpretado por Lee J. Cobb, era una Stella mucho menos atractiva pero también mucho más trágica; mientras que el Kowalski de Cobb resultaba necesariamente menos humano. Finalmente, On the Waterfront presentaba a Eva Marie Saint, una actriz de teatro y televisión, en el rol de Edie Doyle, ángel de la guarda de Malloy. Me pregunto si ella es el equivalente del joven marido que la perturbada Blanche evocaba tan lamentablemente.

Porque, de alguna manera, Brando y Kazan terminaron su sociedad filmando de nuevo su primera obra, aquélla que dio pie al mito. On the Waterfront empieza también con el hallazgo de un escenario indeseado, la diferencia es que Terry Malloy no tiene que transportarse físicamente para hacer esa incursión; y, también al igual que Streetcar, concluye con el villano gritando amenazante su impotencia.

*Kenneth R. Hey propone una tesis de la transferencia distinta en su ensayo "La ambivalencia como tema en On the Waterfront: un estudio interdisciplinario".  

miércoles, 25 de agosto de 2010

Sylvester Stallone (en The Lords of Flatbush)


En 1974, unos desconocidos Stallone y Henry "the Fonz" Winkler aparecieron en esta oscura película de bajísimo presupuesto e igualmente cortas aspiraciones, la cual, no obstante, ejerció un significativo influjo en sus respectivos estrellatos --entonces ya a la vuelta de la esquina-- y goza hoy de cierto culto. Winkler ha dicho en más de una entrevista a lo largo de los años que su popular álter ego televisivo fue modelado a partir del cómico antihéroe creado por Sly en este pequeño título.


Ambos integran una pandilla prototípica: chaquetas de cuero negro, blue jeans, vaselina, faltan a clases o se hacen expulsar, roban autos, etcétera. El guión, coescrito por Stallone, se divide principalmente entre las experiencias de su personaje y el de Perry King, un actor de carisma muy discutible. Afortunadamente, el Stanley (inevitable referencia a Brando) que interpreta el futuro Rocky es capaz de salvar el show. Uno de los episodios más divertidos es el del anillo que su chica, supuestamente embarazada, desea que le compre. La secuencia que lo muestra acompañándola en la joyería es una de las dos mejores en la cinta. La otra es la del palomar, que funciona como una suerte de entrañable parodia de On the Waterfront. Esos momentos dejan constancia previa del talentoso escritor de Rocky, y, cómo no, de una de las presencias más atractivas y menos aprovechadas de la pantalla.

viernes, 6 de agosto de 2010

Ann Sheridan


Pelirroja más atractiva ciertamente que, digamos, Rita Hayworth, y, por supuesto, mejor actriz que ésta, la figura de "la chica con sex-appeal" --"the Oomph Girl"-- es una de las más importantes en el cine del Hollywood de los 30s gracias a una interesante filmografía basada en una irrevocable voluntad de mostrar un talento que nunca llegaría a ser explorado del todo.

Tras una carrera como doble de cuerpo en Paramount, que la había descubierto en un certamen de belleza, Sheridan decidió olvidar sus frustraciones en los estudios Warner. Allí brindaría una genuina vulnerabilidad a verdaderos clásicos como Angels with Dirty Faces (1938) y They Made Me a Criminal (1939), protagonizados por estrellas que eran primeramente actores. Sheridan era la única estrella femenina que podía compartir un plano con James Cagney sin ser opacada dramáticamente, al contrario.

Por eso es que, por ejemplo, el propio Cagney eligió a Sheridan para su ambiciosa producción de City for Conquest en 1940. Aunque el filme, con Arthur Kennedy, Elia Kazan y Anthony Quinn entre otros grandes, no satisfizo a nadie, la actriz entregó un personaje pleno de emotiva intensidad y madurez creativa que por sí mismo justifica el visionado y el recuerdo de este melodrama musicalizado por Max Steiner alla George Gershwin.

viernes, 16 de julio de 2010

domingo, 4 de julio de 2010

John Ritter en Skin Deep


Skin Deep (1989) --conocida por estos lares como El mujeriego-- es una película dirigida por Blake Edwards (The Pink Panther, 1963) y protagonizada por aquel formidable actor que fue John Ritter. Película más que inteligente, está orientada por el camino de la comedia adulta, que tan familiar le era a Edwards, pero sin caer en la grosería o vulgaridad que tan fácilmente ostentan producciones en apariencia afines. 

Un escritor de renombre entra a una etapa difícil en su vida: su esposa lo deja, no puede resistirse a ningún lío de faldas, y se precipita hasta el fondo del alcoholismo. Con este duro argumento, el también realizador de Days of Wine and Roses (1962) hace una de sus mejores cintas. Una de las virtudes centrales --si no la virtud central-- de Skin Deep es la presencia de Jack Ritter en el rol principal. La naturalidad de su actuación contribuye a la riqueza de la producción de un modo total e incuestionable. En sus manos, ese mujeriego incurable compromete inevitablemente nuestro afecto.



lunes, 28 de junio de 2010

Martin Scorsese

Cameo alla Hitchcock en Taxi Driver

Antes de Tarantino --a quien admiro con parigual fervor--, no es sólo que los actores del violento cine de Scorsese ya hablasen de películas (Who's That Knocking at My Door, 1967), sino que, además de la música incidental consistente en una selección de canciones de raigambre popular, entre otros elementos en común, el cineasta aparecía también en sus propias películas, en personajes secundarios de trazo a veces grueso, y otras acabados, incluso significativos. Estas oportunidades de colocarse frente a las cámaras fueron el resultado de circunstancias apremiantes, que lo forzaron a sustituir a algún actor de pronto indispuesto, ya que Scorsese no se considera a sí mismo un actor --pese a sus colaboraciones con gente como Bertrand Tavernier ('Round Midnight, 1986) y Akira Kurosawa (Dreams, 1990), para quien personificó nada menos que a Van Gogh.


En su segundo largometraje, Mean Streets (1973), Scorsese se encarga de un rol memorable si no por propios méritos sí por lo que tiene de especial dentro y fuera del celuloide. La aparición del director en Who's That Knocking es casi más una desaparición que otra cosa, pero la brevedad de su trabajo actoral en Mean Streets le concede un espacio más que suficiente para lo que debe hacer. Su Jimmy Shorts --Shorty, como lo llama el Charlie de Harvey Keitel-- es finalmente una representación. Su asesinato de Johnny Boy (Robert De Niro) es una ejecución, o más bien un rito, beso a su pequeña Walther PPK incluido. La eficiencia sanguinaria del evento funde a Shorty y a su arma, la K de cuya denominación puede ser interpretada como la inicial de kurz, alemán para short, y/o la inicial de kriminal.

El pequeño matón y su jefe Michael (Richard Romanus)

Taxi Driver (1976) contiene la más convincente labor de Scorsese como actor. La interacción entre su personaje, un marido racista que revela su decisión de liquidar a su adúltera mujer, y el demente taxista que interpreta De Niro es, por supuesto, el detonante de ciertas acciones ulteriores en el metraje. Sin embargo, la manera en que Scorsese dice su parlamento es genial, pues el suyo es uno de los dos o tres únicos momentos en que la narrativa permite un poco de luz en la sombra. Los alardes homicidas del pasajero resultan una bocanada de humor, la cual ni él mismo ni mucho menos Travis Bickle en su ruta quijotesca son capaces de advertir.

 


viernes, 11 de junio de 2010

Fernando Fernán Gómez


[El siguiente artículo fue originalmente solicitado y publicado por una olvidable revista local. Ésta es su única versión legible.]

Después de ser descubierto por el dramaturgo Enrique Jardiel Poncela en 1940, Fernando Fernán Gómez debutó como actor cinematográfico en 1943, y en 1945 estrenó su primera cinta como guionista y director, Manicomio. Sin embargo, fue en otro largometraje de aquel mismo año que tuvo su primer éxito como actor, Domingo de carnaval, dirigido por Edgar Neville. Y la feliz coincidencia de esas tres habilidades encontró su primer vehículo de expresión memorable en La vida por delante (1958), mítico título que permanece como una de las grandes películas del cine español.

La vida por delante es el retrato lúcido de un matrimonio enamorado y esforzado, novios tan vitales como sólo el cine es capaz de proyectar. Fernán Gómez y la guapísima actriz argentina Analía Gadé son la exquisita pareja; pero es el estupendo Pepe Isbert quien protagoniza una secuencia literalmente delirante. Es en esta pequeña hazaña que el realizador pone en claro como pocas veces su singular pasión por la palabra: una equívoca supeditación de la imagen propiamente dicha al acto verbal del histrión. El personaje de Isbert es tartamudo, pretexto conveniente para dos cosas: el despliegue de la natural comicidad, hecha a partes iguales de elegancia y sentido de lo común, del cineasta; y la impecable plasmación en imágenes de un guión que, siendo literario, brinda uno de los goces visuales más genialmente concebidos y auténticos de la historia de la comedia.

            Fernán Gómez en La vida por delante

En aquella cierta ambigüedad formal, reivindicativa del noble linaje del espectáculo popular, es prudente --si no efectivo-- considerar detalles en la obra de Fernán Gómez que, por superficiales, podrían escapársenos, cerrando tras de sí posibilidades de medirla más justamente. Por ejemplo, la presencia de mujeres de notable belleza; la adaptación de piezas cómicas en ocasiones menospreciadas por la academia; la voluntad provocadora, anárquica, de sus incursiones más frívolas y, por lo tanto, olvidadas. En la inolvidable La venganza de Don Mendo (1961), escrita por Fernán Gómez sobre una obra emblemática del género teatral conocido como astracán escrita a su vez por Pedro Muñoz Seca, se ofrece al espectador esa oportunidad de derribar la cuarta pared que los monólogos y narraciones en off de las películas previas sólo habían anticipado. Todo un logro en la filmografía de su autor, esta singular composición, artificial y artificiosa como ninguna, aparece cual una adaptación increíble del cine al teatro. Don Mendo (Fernán Gómez), pobre caballero, sufre la traición de su amante, la tan vil como hermosa Magdalena (una ideal Paloma Valdés), pero el destino le depara una venganza bastante satisfactoria y cruenta. Ambientada en el medioevo español, la puesta en escena es lo más extremo y brechtiano que se imagine, con el inverosímil decorado cayéndose a jirones como en una cinta de Ed Wood, y los larguísimos, truculentos y brillantes chistes en verso de Muñoz Seca permitiendo el esplendor vocal del feúcho, desgarbado e imponente héroe --uno de los trabajos más interesantes del actor.

Don Mendo y Magdalena

1964 es el año de la subestimada Los Palomos. Probablemente al estar basada en un material de origen aun menos aceptado que el de Muñoz Seca, el público de hoy está por descubrir todavía esta adaptación de la exitosa farsa del entonces popular Alfonso Paso, escrita y dirigida por Fernán Gómez para el espontáneo lucimiento de una actriz cómica en estado de gracia: Gracita Morales. Por otro lado, la oscura reputación de tan delicioso divertimento se debe a que 1964 es también el año de El extraño viaje.


Fernando Rey y José Luis López Vázquez en Los Palomos

No sería en absoluto un disparate afirmar que la mejor cinta de un Carlos Saura (para quien Fernán Gómez protagonizó Los Zancos en 1984, otra de sus excelentes interpretaciones) merece menos laureles que El extraño viaje --y no hablemos de Pedro Almodóvar. La obra maestra de su director es una ficción inclasificable y fascinante, entre la comedia y el drama, el realismo y el terror, la inocencia y los secretos inconfesables, las apariencias cómodas y la desesperanzadora verdad…, Rafaela Aparicio y el peterlorresco Jesús Franco, la pareja de hermanos más inefable que se pudiese encontrar en un pueblo español durante la década de Marisol y el floreciente cine de barrio. Por eso y mucho más, El extraño viaje fracasó económicamente en la época de su estreno y hoy está considerada una de las más altas cumbres de la cinematografía en lengua castellana.

viernes, 4 de junio de 2010

Johnny Depp (en Blow)


La soledad de un narcotraficante de alto vuelo es el asunto de este filme, estrenado en 2001, que no es una crónica gansteril al uso como algunos creen, sino un modesto biopic nostálgico y desencantado, con menos estridencia de la que cabría esperar. Depp no recuerda al Pacino de Scarface sino al de Bobby Deerfield. La interiorización que luce es tan convincente que, sin darnos cuenta, provoca un apego emocional hacia lo que le sucede quizá infalible. Es cierto que el ritmo y el carácter del relato, el modo en que se transmite las relaciones entre los personajes, son efectivos; no obstante, Depp es imprescindible, lo mejor por sobre las ocasionales bondades del elenco internacional que lo acompaña (el goodfella Ray Liotta y el histriónico Jordi Mollá, que no la insoportable Penélope Cruz), y la clave que hace funcionar lo que vemos en pantalla. Sin Depp, Blow sería un título elegante, dramático, intrigante, pero sólo eso, por debajo de otros que son lo mismo y (mucho) más. Con Depp, la cinta encuentra su sentido, extrañamente glamuroso y trágico. Encuentra definitivamente su huidiza trascendencia.

viernes, 28 de mayo de 2010

Richard Attenborough en 10 Rillington Place


Pocos villanos como Attenborough en este thriller de 1971 dirigido por Richard Fleischer (quien había realizado The Boston Strangler en 1968). John Christie, uno de los monstruos del panteón criminal inglés, era uno de los tipos más aparentemente tranquilos e inofensivos que cualquiera pudiese haber conocido, un señor de edad avanzada, pequeño, miope, que vivía con su esposa, una viejecita casi tan amenazante como él mismo, en un barrio proletario en las afueras de Londres. Debo confesar que cuando vi 10 Rillington Place lo hice por apreciar de nuevo el trabajo de John Hurt, tampoco reemplazable por nadie en su papel de víctima. Era la primera vez que conocía al actor Attenborough, y no pudo ser más contundente. Después ya tuve otras oportunidades de confirmar su valía (The Great Escape, The Third Secret, The Sand Pebbles); no obstante, su retrato casi documental, casi clínico de Christie es excepcional en grado sumo. Es definitivamente uno de los psicópatas asesinos más memorables y olvidados del cine.

domingo, 23 de mayo de 2010

Las estrellas de Quiz Show: El dilema (1994)

Esta película de Robert Redford, director y productor, posee una cualidad fascinante en la que, no lo dudo, participan los talentos de un reparto cuya esplendidez se puede resumir en 3 nombres: Rob Morrow, Ralph Fiennes y John Turturro. El primero es para mí una revelación: encantador, sutil y sugerente. Claro que Morrow es, debe serlo, la luz que nos enseña la trama inextricable de una sociedad que reconocemos en su reflejo de celuloide.

La fragilidad de la conciencia, sus ambigüedades, están encarnadas en los personajes (también históricos) de Fiennes y Turturro. Éste hace casi todo al revés de Morrow: es nervioso y obvio, pero es a la vez convincentemente humano. La excentricidad y pulcritud de Turturro aderezan una de las mejores actuaciones de su ya extensa carrera.


Y, finalmente, está Fiennes. Su rol no posee la chispa del de Morrow, ni es llamativo como el de Turturro, pero entusiasma y conmueve igualmente, tal vez más. A la larga, el intelectual aristocrático se convierte en la víctima más vulnerada por el sistema. Y, casi como si fuese un actor del Método, Fiennes se transforma en Charles Van Doren, no obstante su cara siempre lavada, sin maquillaje ni elemento alguno que altere la apariencia singular del villano de La lista de Schindler (1993) o el galán de El paciente inglés (1996).

domingo, 9 de mayo de 2010

Gary Cooper (en Man of the West)


Otra extraordinaria dirección de Anthony Mann --cuyo desempeño en The Naked Spur (1953) está visto que nunca me gustará, no sé bien por qué. El siempre extraordinario Gary Cooper domina todo el metraje, rodeado de un buen grupo actoral (aunque reducido en número); he comprobado que la nobleza de Cooper es quizá más humana que cinematográfica: puede parecer un despropósito mi aseveración, pero a un Brando no hay cómo quitarle los ojos de encima, y eso no sucede con Cooper. En Garden of Evil (1954), Richard Widmark casi le roba la película, y en Man of the West (1958) el actor que interpreta a su primo Claude prácticamente lo deja difuminado en la escena del diálogo en la carreta. Sin embargo, Cooper no puede estar mejor. Así que esa humanidad, esa imprecisa mezcla de efectividad profesional y carisma, esa unidad contradictoria de imponencia y escrúpulos que es su nobleza, nos está enseñando a ver el cine. Al menos un western con la profundidad moral de éste.

Pueden notar al sensacional Lee J. Cobb en el reparto.

lunes, 26 de abril de 2010

Anthony Quinn


Al igual que otros nombres dorados suscritos por el Actors Studio (Jimmy Dean, Marlon Brando, Paul Newman), este legendario, versátil actor --probablemente la mejor exportación latina a Hollywood-- desarrolló un personaje cinematográfico de inaudita profundidad psicológica que echaba raíces en sus años formativos, un hombre-niño que podía mover su recio continente en ámbitos tan diversos como los cuadriláteros boxísticos y los caminos polvorientos de la marginada Italia de posguerra. Hijo de cofrades villistas, Quinn deseaba ser arquitecto, y sus dotes le dieron la oportunidad de estudiar con Frank Lloyd Wright, quien sería uno de sus varios padres adoptivos. Sin embargo, su destino pronto lo condujo a las clases de actuación y a las películas, siendo su debut un corto papel al lado de Gary Cooper. Se sucederían un tropel de clichés exóticos, siempre en roles secundarios, hasta que el actor decidiese poner otro rumbo a su incipiente carrera.

 

Tony Quinn, luego, ingresó al exclusivo Actors Studio de New York, donde halló un maestro en Gadge Kazan y un rival amistoso en Brando. Fue tal la capacidad que demostró en las sesiones, que Kazan le dio el protagonismo de Un tranvía llamado Deseo, el drama de Tennessee Williams que él mismo dirigía y con el cual su pupilo Marlon había transformado el arte escénico americano. Ambos intérpretes aparecieron por única vez juntos en el filme Viva Zapata! (1952); como el hermano del líder revolucionario, la expansiva naturaleza de Quinn contrasta con el carácter taciturno de Brando.



Después de su Oscar por este rol, ganaría la estatuilla sólo una vez más, también como actor de reparto. Sed de vivir (Lust for Life,1956) era una biografía de Vincent Van Gogh realizada con exquisita sensibilidad artística, en la cual Quinn se encargó del retrato de Paul Gauguin, figura clave en la tortuosa existencia del holandés. Sin exudar en ningún momento ambigüedad sexual, su concisa intervención da la réplica apropiada al Van Gogh de Kirk Douglas, haciendo creíble la posible relación homoerótica velada tras las delicadas imágenes.

La strada (1954) significó el lanzamiento de Tony Quinn a la esfera de los cultos internacionales. Esta bella alegoría sobre el amor imposible contiene tanta verdad. Cuando el más noble de los sentimientos irrumpe con fuerza en su vida, el strongman Zampanó se intimida, niega la realidad. Hiere al único ser que le importa. El alter-ego felliniano, mezcla de gimnasta circense y cómico de la legua, es gracias al intérprete uno de los seres más conmovedores de la historia del cine.


Más tarde vendrían Lawrence de Arabia y, por supuesto, Zorba el griego, aunque sus brillos pueden ser advertidos también en producciones menos conocidas. Tal es el caso de Requiem for a Heavyweight (1962), versión para la gran pantalla del clásico teatro televisivo de Rod Serling. En esta película de indudable calidad, Quinn forma una insuperable pareja romántica con la sensacional Julie Harris. Los ecos innegables de Nido de ratas no oscurecen las cualidades de Requiem, entre las que se encuentra la creación que el protagonista hace de Montaña Rivera, primo hermano de Terry Malloy. El rostro desfigurado del boxeador le exige una expresividad más esforzada que en Lawrence o Sed de vivir, trayendo a la memoria más bien un reto como el que encaró Boris Karloff en las películas basadas en la principal obra de Mary Shelley. El resultado es un personaje excelso, que no sólo guarda parentesco con Brando sino que también comparte el espíritu del Cyrano de Rostand y de la Bestia de Cocteau.


sábado, 10 de abril de 2010

De tripas corazón


En 1953, el sorprendente Ernest Borgnine era uno de los villanos más odiados de la historia de las películas. Su papel en De aquí a la eternidad fue la culminación de una galería de fortachones zafios que el actor llenaba rotundamente, aunque de un modo decididamente anónimo --el perfecto ejemplo de la situación tipo "mira, otra vez este actor que es muy bueno haciendo este mismo tipo de personajes; su figura es inconfundible; su nombre, quién lo sabe."

En 1955, la productora de Burt Lancaster ayudó a cambiar dicha situación con el estreno de Marty. El talento de Borgnine brilló entonces singularmente, dejando constancia de la amplitud de su rango, y la contundencia con que podía efectuar su propia "redención", como antes de él Cagney o Bogart.


Escrita originalmente para la televisión por Paddy Chayevsky, Marty es algo realmente único: un superlativo fragmento de cotidianeidad que, después de tantos años, todavía retiene su encanto y puede tocar la fibra íntima del espectador gracias a la honestidad y sencillez con que observa una historia de amor en apariencia demasiado mínima para el cine. Además de Borgnine, su contraparte femenina, Betsy Blair, es ideal como la chica que todos ven poco agraciada excepto Marty y los espectadores. Y no sólo hay melodrama, sino también un logrado tono humorístico en determinadas escenas que es muy bienvenido. Así pues, Marty era una cinta que a mediados de los años cincuenta aspiraba a reflejar cierta realidad, y que consiguió algo mejor: reivindicar aquellos valores que siempre están fuera de moda o en manos de los fariseos de turno. Ésta es la razón por la cual Ernest Borgnine merece a su vez una reivindicación.


viernes, 26 de marzo de 2010

Kristy McNichol


En cierto foro de IMDb, un instructor de actuación decía que había 2 películas que siempre enseñaba en su clase como modelos del arte dramático. Una era The Godfather, por Al Pacino, y la otra, Little Darlings (1980), por la asombrosa Kristy McNichol.


En cierto cuaderno, encuentro, bajo el título A Kristy, estos apuntes que hice años antes de leer aquel comentario:

Kristy McNicol [sic] es una de las grandes actrices del cine norteamericano, pero ahora que no actúa más ya nadie la recuerda, si no como una de las estrellas de un popular show televisivo que la hizo crecer a la vista de todo el público. Un inmenso público miope, o estrábico o daltónico, como es usual. Kristy entró en mi vida como un ángel con chaqueta de cuero y desde entonces soy menos infeliz. Aunque nadie lo crea ni lo diga, ella está allí donde están Brando, Redgrave, Hoffman, Julie Harris. Nadie le dio una verdadera gran oportunidad, pero ella pudo demostrarlo, y lo hizo porque sólo los más grandes pueden.


 

Sin la genial interpretación de Kristy McNichol en el personaje de Angel Bright, esta pequeña película no sería demasiado memorable. Con ella, es una de esas sorpresas que uno desearía todos los días: el descubrimiento de una excelencia tal, que no importa si la medianía del resto es un hecho incontestable.  

sábado, 13 de marzo de 2010

Pam Grier


Quizá demasiado frecuentemente una hábil actriz perdida en un mar de malas películas, tuve la buena suerte de ver a la protagonista de Jackie Brown (1997) por vez primera en Fort Apache the Bronx (1981), aquella cinta policial de Paul Newman en la que el papel de Pam Grier era acaso lo más perturbador: una irredimible criatura de la noche, una pobre mujer por cuyas venas corría sólo droga, un demonio letal que lograba enturbiar y ensuciar la reflexión del espectador más intensamente que la miseria atroz de los guetos.

Inicialmente célebre por su sex-appeal, las blaxploitation que estelarizó incluyen el cine de vampiros --Scream Blacula Scream (1973), una peculiaridad en la que su presencia es poco más que un descarado reclamo-- y el cine de agentes secretos alla 007 --Foxy Brown (1974): lamentable, superficial y grosera incluso para los estándares del entonces nuevo Hollywood afroamericano--. Coffy (1973), a pesar de compartir todas las limitaciones artísticas y hacer las mismas concesiones populares, es otra cosa. Historia de venganza histórica por los generosos destapes de la señorita Grier, es además sorprendente en su austeridad y amargura más o menos soterradas. La dirección del experto Jack Hill equilibra la violencia gráfica, el erotismo flagrante, con cierta elegancia.

viernes, 5 de marzo de 2010

Clift



El mundo sigue confundido. Si hay un Rebelde, ése no es Jimmy Dean, que es otra cosa y mucho más compleja; ni Brando, que en la fundacional Un tranvía llamado Deseo (A Streetcar Named Desire, 1951) representa más bien a la sociedad contra la cual atenta la sola y desvalida presencia de Vivien Leigh. En cambio, Monty Clift, el olvidado recluta boxeador y trompeta de la cinta De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, 1953), es la definición personificada de la rebeldía, aunque pertenezca a un grupo --el ejército-- que halla en él a uno de sus miembros más devotos. (De ahí, quizá, la absoluta soledad que Dean encuentra.)

martes, 16 de febrero de 2010

La Doña, soñada



Una de las máscaras más transparentes y enigmáticas de la historia del cine corresponde a una de sus actrices más míticas. Pero así como Brando, el hombre, no hubo de morir antes de inspirar toda una serie de variantes desde la camiseta marcada por la testosterona que lucía en Un tranvía llamado Deseo --James Dean fue sólo el primero--, su igual, María Félix, hubo de hacerlo para no poder ver a través de su mortalidad de mujer la clonación menos imperfecta que el celuloide le obsequió en su admiración agradecida. Tenía que ser una encarnación onírica, fabulosa, de aire y de agua, que es como alguna vez definió a la diva mexicana su compatriota Octavio Paz. Reencarnación absolutamente cinematográfica. A nadie se le ocurrió antes, ni siquiera al propio David Lynch.


No por nada, El camino de los sueños (Mulholland Drive, 2001) es una de sus películas más sorprendentes. En ella, Lynch proyecta la más fiel imagen o visión de la Doña que no es la Doña misma, sino una ex-Miss USA y ex-condesa europea que, además de ser actriz, también nació en México. No se llama Rita ni Camilla, ni Betty; quiero decir que ella sí tiene un nombre o lo recuerda (y quienes recuerdan la trama de El camino de los sueños, saben a qué me refiero). Laura Elena Harring, o Laura Harring, tal cual se lee en su web oficial. En la pesadilla lynchiana, la presencia morena, glamourosa de la señorita Harring significa por sí sola un conjuro; “concientemente” ligado a la leyenda de una mujer fatal tan icónica y casi tan latina como la Félix: Rita Hayworth. El texto de la película es totalmente irracional, si es que se lo considera exclusivamente desde este ángulo mitológico; y en aquél, la mencionada presencia de la Harring un equívoco unívoco. Ella, la cifra del abismo esquivo a la luz. (José Alfredo Jiménez la describió con una sencillez temeraria y exitosa, algo de lo que no creo ser capaz, hace mucho tiempo ya.)